SOBRE EL BAJAR ESCALERAS Y SUS MOVIMIENTOS
Santiago de Molina, Madrid
¿Cómo bajar una escalera? ¿Implica cada bajada una “des-escalera”? Al contrario de una “des-casa”, una “des-habitación” o una “des-ventana”, vacíos imposibles de llenar con ninguna imagen, a las escaleras les ha sido concedido ese obsequio de ser diferentes en función de su subida o bajada.
Por las escaleras se puede ascender de mil modos, con más o menos misterio o parsimonia, como lo haría Cortazar o un Papa en Roma, pero su bajada no admite más que la caída, la sensual exhibición, o la más ordinaria de todas, el descenso simple e invisible de todos los días.
¿Cuál es en realidad el movimiento de una escalera al ser desescalada? Se trataría, si echamos a volar la imaginación, de un paso contranatura: algo así como un incierto y torpe “Moon Walker” o el pino-puente de aquella niña necesitada de exorcismos. Es difícil pensar otro modo que no incluyera un sonoro y doloroso batacazo. Sin embargo y más interesante, si cabe, es el hecho de que ese bajar escaleras haya copado más energías e imaginación por parte del cine y la pintura que de la propia arquitectura.
Marcel Duchamp,
desnudo bajando una escalera. 1912
Uno de los cuadros más famosos de la modernidad dice retratar a un “Desnudo descendiendo una escalera”. Su autor, Marcel Duchamp hizo una parodia simultánea del cubismo, del futurismo y de las cronofotografías de Marey y de Muybridge.
Duchamp no abandonó nunca ese tema, y no me refiero a los desnudos ni a las escaleras, sino al especial tiempo encerrado en aquel cuadro. Un tiempo que avanzaba a saltos, un tiempo que sucede en nuestra mente a un ritmo distinto que el de la vida cotidiana y que no es ya el del instante ni de la mera continuidad. Para ello la escalera debía ser un óptimo objeto-símbolo. “Duchamp opuso al vértigo de la aceleración el vértigo del retardo”, dijo Octavio Paz, descubriéndonos uno de los reversos de su arte y de las propias escaleras.
Un futurista habría descendido por esas escaleras a reacción, envuelto en rayos brillantes y dorados. Aunque mejor que bajar, habría subido por ellas hasta el firmamento como un cohete. Sin embargo las escaleras de Duchamp, envueltas en la parafernalia cubista, descubren que hay en el descenso un tiempo terriblemente pausado e irreversible. Aunque no sea coincidente con la repetición “a cámara lenta” de nuestros partidos de futbol ni con los reportajes de la naturaleza de sobremesa. De hecho, en la ya habitual “cámara lenta” del cine se produce precisamente un efecto de ultra realismo y de extrema definición física del movimiento y de la forma, muy lejanas a aquellas líneas de Duchamp que fueron calificadas como “explosión en un depósito de tejas”.
Por otro lado, hay que señalar que el eco de la desnudez de ese descenso no resulta morboso. Tal vez porque precisamente lo único que verdaderamente se exhibe en esa pintura en su más pura desnudez sea la escalera misma. La escalera es la figura y ésta, a su vez, “se ha desmaterializado en el esquema matemático que representa el movimiento descendente”, ha dicho de ella Juan Antonio Ramírez. De hecho y mirándolo bien, lo único realista y reconocible en el cuadro sea una pisa y una tabica, una máquina imperturbable, solitaria, oscura y cierta. (Frente al cuerpo imaginado que acapara la luz pero no el protagonismo.)
Definitivamente lo escandaloso de ese cuadro es que es el retrato de una escalera y de un bajar sin fe.
Eero Saarinen, Maqueta para el Arco de Saint Louis, 1963
De hecho el bajar las escaleras requiere de un poner a prueba el bajar mismo. Este modelo extravagante, maqueta a escala real de su Arco conmemorativo de San Luis, en Missouri, no vale para subir ya que no conduce a ninguna parte, y se erige como un simple ensayo del bajar.
Sin embargo además de una excentricidad, también resulta ser una maravillosa escenografía, un mirador improvisado y un auténtico salto de esquí.
En una escalera donde la pendiente varía, las relaciones entre huellas y tabicas se vuelven irregulares. Sólo existe en su recorrido una breve ”zona de confort”. El resto supone una distorsión cuyo remedio consiste en hacerla soportable y proporcionada entre los sucesivos peldaños. Y su éxito reside en lograr un descenso aceptable entre esa irregularidad. No puede olvidarse que hacer una escalera significa poner a prueba unas pulsaciones y una capacidad pulmonar. Es decir, toda escalera evidencia una antropometría particular. Igual que hace la poesía con los versos endecasílabos y la respiración del lector.
Eero Saarinen desciende ágil, veloz, con un gesto que no oculta cierta satisfacción. En esa escena solo parece faltar un público entre aplausos, hermosa compañía y un sonriente entrevistador… Y una barandilla que lo acompañe.
Miguel Ángel, Escalera de la Biblioteca Medicea Laureciana, 1558
En el bajar escaleras existe un momento en que inevitablemente las barandillas se ausentan. Cuando esa pieza a la que nos agarramos baja o sube más de la cuenta en el cambio de dirección, cuando se interrumpe para cambiar de tramo, cuando, en fin, nos vemos obligados a ir solos, como niños al aprender a montar en bicicleta, nos encontramos siempre ligera y secretamente indefensos. Cuando soltamos las barandillas, el bajar se vuelve peligroso. Sin embargo aparece en ese instante una ocasión para descubrir un aletargado secreto de esos seres formados por huellas y contrahuellas: ¿a qué se debe la intranquilidad provocada por la ausencia o interrupción del pasamanos? ¿Es culpa nuestra y de nuestra creciente edad? ¿O acaso esa leve congoja no es un signo evidente de que las escaleras están en movimiento?
Es entonces cuando percibimos que las escaleras son seres móviles. No es que sean “muebles” como tales o que se puedan desplazar por la arquitectura como sillas o mesas, sino que en su ser contienen un especial tipo de movimiento. Puede que por eso los pasamanos no sirvan para avanzar seguros por las escaleras sino que son, en realidad, un asidero, un agarre firme frente a al movimiento intrínseco de las escaleras. Por eso mismo, e igual que nos sucede en un barco o el autobús, la barandilla nos ofrece la sensación de estar sujetos frente a su traqueteo invisible.
Mientras bajamos, las escaleras se mueven, cimbrean y bailan. Por eso su descenso puede ser semejante a cabalgar la grupa de un caballo sin domar o a montar a lomos de una bestia tranquila y lenta. Puede ser por ello que bajar las escaleras sea una experiencia, aunque invisible, levemente emocionante. Las escaleras con su colear y su encabritarse nos obligan a asirnos a sus crines o a sus lomos.
Solo al bajar escaleras sentimos ese especial tipo de movimiento, ¿es debido al mismo bajar o es gracias a ellas que nos apercibimos que es el mundo el que se mueve y donde sentimos su invisible oleaje?
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