Pennsylvania Dwelling
Rubén Páez, Barcelona
Bobby Ross vivía en una permanente encrucijada, de un lugar a otro. Su vida transcurría encapsulada en lapsos transitorios de tiempo que le obligaban a permanecer períodos cortos, de uno a dos años, en los lugares más dispares de la geografía del estado de Pennsylvania. Su trabajo de agente inmobiliario no le permitía establecerse en un lugar fijo por mucho tiempo. Su misión: vender casas de un millón de dólares. Desde su quehacer, observaba y escrutaba privilegiadamente la naturaleza de sus clientes: gente a la que las cosas les iban bien, no les faltaba de nada, y vivían en un sueño de posesiones sin fin. Un mundo de consumo, en el que todo estaba destinado a desaparecer, pensaba él.
Su primer destino fue Lewisburg, siguieron Pittsburgh, Harrisburg, Scranton, y finalmente el retorno a Philadelphia. Nunca conocía demasiado los lugares en los que permanecía, sólo Philadelphia le resultaba familiar, había sido su hogar 40 de los 50 años que tenía. En todas las ciudades alquilaba siempre un pequeño apartamento. Convertido en un domicilio de transición, sabía que tarde o temprano su trabajo lo expulsaría a otro lugar. De pronto estaba solo en una ciudad extraña en la que los vínculos importaban y los recién llegados eran forasteros.
Hasta entonces Bobby sólo había vivido en un domicilio. Situado en la zona de Society Hill, era considerada una de las partes históricas del centro de la ciudad. Convertido en uno de los barrios más caros y exclusivos por la especulación, el edificio de apartamentos que durante 55 años había acogido a la familia Ross, había pasado a manos de una de las numerosas inmobiliarias que habían invertido en la promoción y renovación del nuevo centro de Philadelphia para reconvertirlo en un moderno y lujoso complejo residencial. La subida abusiva de los alquileres, de renta antigua, habían persuadido a la mayoría de inquilinos, incluido Bobby, a marcharse. Bobby había vivido allí 40 años. Solitariamente desde que sus padres habían huido para disfrutar de su dorada jubilación de la fría Philadelphia a la cálida y soleada Miami, hacía más de 15 años.
El edificio, situado en Walnut Street, había soportado las mudanzas de decenas de familias que durante los años 50 habían llegado al vecindario movidas por el ambicioso plan de renovación del centro de la ciudad. La breve presencia de 40 años de Bobby en el apartamento 4A de la quinta planta había significado un parpadeo en tiempo. No hubo una última mudanza, Bobby decidió guardar todos los muebles, enseres, recuerdos y objetos heredados de la familia en un trastero de la avenida West Erie. Los objetos y muebles útiles se dispusieron al lado de aquellos que no lo eran. En poco más de 10m2, toda una existencia había quedado inventariada. Empezar una nueva vida en unas nuevas coordenadas, esa era el propósito. Encontrar un nuevo hogar lejos de Philadelphia, ese era el objetivo, un lugar al que reconocer como propio.
Olvidar los años pasados en el apartamento fue difícil y más aún los aspectos más sutiles y emocionales del hogar. Bobby sabía que lo más duro no había sido desprenderse de los objetos o de la chimenea de ladrillo rojo que presidía el salón, sino de los recuerdos, los deseos, los rituales y celebraciones familiares que se habían escenificado allí rutinariamente durante años.
La llegada a su primer destino fue desoladora. Lewisburg era una pequeña ciudad de apenas 10.000 habitantes, 3.600 de ellos estudiantes de una de las universidades privadas más importantes del estado, Bucknell University. Éste hecho la convertía en una ciudad próspera, dinámica y enérgica. A pesar de las buenas expectativas Bobby no encajó, y pronto comprendió el vacío existencial que significaba no tener un domicilio fijo. Sentía nostalgia del apartamento de Society Hill. Le resultaba frustrante verse forzado a vivir en un lugar en el que no podía reconocerse, ni reconocerlo como propio. Aunque el traslado pudiera expresar una oportunidad, a Bobby le parecía doloroso por el cambio tan brusco que suponía. Recordaba con tristeza la luz que cada mañana entraba rasante por la ventana del comedor los días soleados de invierno y acariciaba su cara. El olor perpetuo a ahumado del salón, la brisa que se escapaba por debajo de la puerta del lavadero. A medida que iban pasando los meses la antigua imagen del apartamento había ido desapareciendo, pero no el recuerdo, fijado cada vez más en su memoria.
En su primer día en la ciudad del acero y Andy Warhol, Pittsburgh, Bobby cartografió en un instante su nuevo apartamento vacío en el barrio de South Hills, y sólo encontró vacuidad. No podía huir ni cambiar de trabajo, pero si podía atenuar la melancolía y el vacío provocado por los recuerdos del apartamento familiar. Decidió tomar la carretera interestatal 80 y recorrer las 300 millas, hacia el este, que separan Pittsburg de Philadelphia y rescatar del trastero aquello que pudiera llenar el agujero de su nostalgia y atenuar su desarraigo. Un viaje emocional en el que cada trasto, cada objeto iba a convertirse en un reencuentro con los recuerdos. De regreso a Pittsburgh, tomando la carretera interestatal 476 que conectaba con la 80, muy pronto circuló por las casas de las afueras, calles ordinarias, apartamentos, jardines. La vida secreta de esos barrios le recordó las historias de los muebles que cargaba en la furgoneta de la compañía U-Haul alquilada: el armario ropero que había servido en innumerables tardes de invierno de escondite de los amigos que iban a su casa a jugar, la cómoda que el tío Arnold diseñó, construyó y regaló a su madre cuando ésta dio a luz a Bobby o el juego de 6 sillas de comedor que su padre compró a un anticuario pensando que eran un modelo original de la famosa silla alemana Thonet 209. Bobby estaba convencido que transportaba en ese viaje el modo de vida que la familia Ross había creado.
Antes de acomodarse en su tercer destino, Harrisburg, Bobby regresó de nuevo a rescatar del trastero algo más que devolviera parte de su identidad arrebatada. Reponiendo fuerzas en el restaurante Suzie’s Diner situado a medio camino de Philadelphia en la carretera estatal 76 y devorando su mejor especialidad, el Sándwich Reuben, observaba la furgoneta aparcada tras los cristales y repasaba los objetos cargados en ella. Uno de ellos era la mesa del comedor que tantas reuniones familiares, comidas, partidas de cartas, conversaciones había acogido. De vuelta a la carretera estatal 76, en dirección a Harrisburg, recordaba la posición que cada cual ocupaba en la mesa: su padre en la cabecera, su madre a mano derecha y Bobby a la izquierda. El abuelo Martin se sentaba delante de su padre, y la abuela Grace a su lado. La última silla de la mesa ocasionalmente se le reservaba al tío Arnold. Recordó también como los sitios quedaron vacíos a lo largo del paso del tiempo, hasta los últimos años en los que Bobby ocupaba el lugar que su padre había dejado vacante. Ver los mismos muebles en una casa distinta siempre le producía un extraño efecto, eran los de siempre pero no se identificaban con el espacio original. La mudanza los había transformado, se preguntaba. La expectativa de configurar una nueva atmosfera había resultado fallida. Una vez desaparecida la carga emotiva, los objetos le producían rechazo.
La ciudad de Scranton fue el último destino antes de regresar a Philadelphia, pero no por ser el último fue distinto a los anteriores. Los muebles recuperados del trastero del apartamento de Society Hill se completaron con otros nuevos, algunos quedaron en las ciudades que quedaban atrás. Misión imposible fue volver a reubicarlos todos en cada nuevo espacio vacío. Los muebles adquirían un significado diferente en cada ciudad. Cambiar la disposición de los muebles era la mejor forma de rehabitar un hogar de manera distinta al original. La chaise longue de piel, que su padre había ocupado largas horas visionando interminables partidos de futbol, tuvo que pasar a mejor vida al ser imposible encontrarle una ubicación a la altura de su historia. Algunos incluso cambiaron de uso y se reciclaron, por ejemplo, el súper-sofá comprado a plazos durante más de 2 años por su madre en los almacenes Best Products, acabando siendo la mejor cama en el período de estancia en Scranton.
Su periplo por Pennsylvania había resultado ser una mudanza de diez largos y pesados años, en la que todo aquello que debía haberle recordado el lar familiar había resultado convertirse en una copia lejana y difuminada. En todas las ciudades Bobby había intentado experimentar el hogar primigenio. En todas había resultado ser un fracaso y los objetos habían acabado convirtiéndose en cuerpos extraños. Quizás Bobby había reducido la necesidad de tener un hogar a una necesidad material. El ritmo vertiginoso de su vida en tránsito le había obligado a cargar con unos bienes y objetos a los que nunca encontraba el momento para dejar relegados. Quizás eso explicara los continuos nuevos comienzos, pero también los incesantes finales a los que había estado sometido. Llegados a este punto Bobby se preguntaba ¿que importancia tenía una casa una vez que ésta había desaparecido? Era posible que un nuevo comienzo sirviera para poner la vida en perspectiva, encontrar el punto para avanzar y para crecer nuevamente. Contemplar, tocar, escuchar y sentir el mundo con nuestro cuerpo. Un cuerpo con el que experimentar un lugar, un espacio, un nuevo hogar del que nazcan nuevos recuerdos.
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